Esta semana, la última de nuestro Maratón, leemos fábulas tradicionales que, con toda probabilidad, conocéis desde niños.
Disfrutadlas ahora para poder contestar a las preguntas que se publicarán de nuevo mañana.
Disfrutadlas ahora para poder contestar a las preguntas que se publicarán de nuevo mañana.
LA CIGARRA Y LA HORMIGA
Un caluroso verano, una cigarra cantaba sin parar debajo de un árbol. No tenía ganas de trabajar; sólo quería disfrutar de sol y cantar, cantar y cantar.
Un
día pasó por allí una hormiga que llevaba a cuestas un grano de
trigo muy grande. La cigarra se burló de ella:
-¿Adónde
vas con tanto peso? ¡Con el buen día que hace, con tanto calor! Se
está mucho mejor aquí, a la sombra, cantando y jugando. Estás
haciendo el tonto, ji, ji, ji se rió la cigarra -. No sabes
divertirte...
La
hormiga no hizo caso y siguió su camino silenciosa y fatigada; pasó
todo el verano trabajando y almacenando provisiones para el invierno.
Cada vez que veía a la cigarra, ésta se reía y le cantaba alguna
canción burlona:
-¡Qué
risa me dan las hormigas cuando van a trabajar! ¡Qué risa me dan
las hormigas porque no pueden jugar! Así pasó el verano y llegó el
frío.
La
hormiga se metió en su hormiguero calentita, con comida suficiente
para pasar todo el invierno, y se dedicó a jugar y estar tranquila.
Sin
embargo, la cigarra se encontró sin casa y sin comida. No tenía
nada para comer y estaba helada de frío. Entonces, se acordó de la
hormiga y fue a llamar a su puerta.
Señora
hormiga, como sé que en tu granero hay provisiones de sobra, vengo a
pedirte que me prestes algo para que pueda vivir este invierno. Ya te
lo devolveré cuando me sea posible.
La
hormiga escondió las llaves de su granero y respondió enfadada:
-¿Crees
que voy a prestarte lo que me costó ganar con un trabajo inmenso?
¿Qué has hecho, holgazana, durante el verano?
-
Ya lo sabes - respondió apenada la cigarra -, a todo el que pasaba,
yo le cantaba alegremente sin parar un momento.
-
Pues ahora, yo como tú puedo cantar: ¡Qué risa me dan las hormigas
cuando van a trabajar! ¡Qué risa me dan las hormigas porque no
pueden jugar!
Y
dicho esto, le cerró la puerta a la cigarra.
A
partir de entonces, la cigarra aprendió a no reírse de nadie y a
trabajar un poquito más.
Adaptación
de la fábula de LA FONTAINE
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"Sí-pensaba-.Ahora llegaré al mercado
y encontraré en seguida comprador para esta riquísima leche. Sin duda, han de
pagármela a buen precio, que bien lo vale.
"En cuanto consiga el dinero, allí
mismo compraré un canasto de huevos. Lo llevaré a mi cabaña y de ese montón de
huevos, lograré sacar, ya hacia el verano, cien pollos por lo menos. ¡Ah, que
feliz me siento de pensarlo solamente! Me rodearán esos cien pollos piando y
piando y no dejaré que se le acerque zorra ni comadreja enemiga.
"Una vez que tenga mis cien pollos,
volveré al mercado. Y entonces, entonces...los venderé para comprar un cerdo.
"Sí, un cerdo, no muy grande, un
lechoncito rosado. ¡Ya me encargaré yo de cebarlo! Crecerá y se pondrá gordo,
porque estará bien alimentado con bellotas y castañas. Será un cerdo enorme,
con una barriga que ha de arrastrarse por el suelo. Yo lo conseguiré."
Siguió la lechera su camino, sonriendo
ante la idea de ser dueña de tan robusto animal. ¿Qué haría? Lo pensó un
instante. Y otra vez una sonrisa de felicidad iluminó su linda carita.
"Claro está. Ya sé lo que me
conviene. Ese cerdo magnífico bien valdrá un buen dinero. ¡Con él me compraré
una vaca! ¡Una vaca y...un ternero! ¡Ah, que gusto ver al ternerito saltar y
correr en mi cabaña!"
Ya se imaginó la lechera correteando junto
al ternerito. Y al pensarlo, rió alegremente al tiempo que daba un salto. ¡Hay
cuanta desdicha siguió a su alegría! Al dar el salto, cayó de su cabeza el
cántaro que se rompió en mil pedazos.
La pobre lechera miró desolada cómo la tierra tragaba el blanco líquido.
Ya no había leche, ni habría pollos, ni cerdo, ni vaca, ni ternero. Todas sus
ilusiones se habían perdido para siempre, junto con el cántaro roto y la leche
derramada en el camino.
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En el mundo de los animales vivía una liebre muy
orgullosa, porque ante todos decía que era la más veloz. Por eso,
constantemente se reía de la lenta tortuga.
-¡Miren la tortuga! ¡Eh, tortuga, no corras tanto que
te vas a cansar de ir tan de prisa! -decía la liebre riéndose de la tortuga.
Un día, conversando entre ellas, a la tortuga se le
ocurrió de pronto hacerle una rara apuesta a la liebre.
-Estoy segura de poder ganarte una carrera -le dijo.
-¿A mí? -preguntó, asombrada, la liebre.
-Pues sí, a ti. Pongamos nuestra apuesta en aquella
piedra y veamos quién gana la carrera.
La liebre, muy divertida, aceptó.
Todos los animales se reunieron para presenciar la
carrera. Se señaló cuál iba a ser el camino y la llegada. Una vez estuvo listo,
comenzó la carrera entre grandes aplausos.
Confiada en su ligereza, la liebre dejó partir a la
tortuga y se quedó remoloneando. ¡Vaya si le sobraba el tiempo para ganarle a
tan lerda criatura!
Luego, empezó a correr, corría veloz como el viento
mientras la tortuga iba despacio, pero, eso sí, sin parar. Enseguida, la liebre
se adelantó muchísimo. Se detuvo al lado del camino y se sentó a descansar.
Cuando la tortuga pasó por su lado, la liebre
aprovechó para burlarse de ella una vez más. Le dejó ventaja y nuevamente
emprendió su veloz marcha.
Varias veces repitió lo mismo, pero, a pesar de sus
risas, la tortuga siguió caminando sin detenerse. Confiada en su velocidad, la
liebre se tumbó bajo un árbol y ahí se quedó dormida.
Mientras tanto, pasito a pasito, y tan ligero como
pudo, la tortuga siguió su camino hasta llegar a la meta. Cuando la liebre se
despertó, corrió con todas sus fuerzas pero ya era demasiado tarde, la tortuga
había ganado la carrera.
Aquel día
fue muy triste para la liebre y aprendió una lección que no olvidaría jamás: No
hay que burlarse jamás de los demás. También de esto debemos aprender que la
pereza y el exceso de confianza pueden hacernos no alcanzar nuestros objetivos.
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