CAPÍTULO I (2ª PARTE)
De
las visitas que recibió don Quijote y la preparación de la tercera salida
Cuenta Cide Hamete Benengeli
en la segunda parte de esta historia que el cura y el
barbero estuvieron casi un mes sin ver a don Quijote por no traerle a la
memoria las cosas pasadas, pero no dejaron de visitar al ama y a la sobrina
para encargarles que lo cuidaran y le dieran de comer cosas apropiadas para el
corazón y el cerebro. Y cuando se enteraron de que iba dando muestras de estar
en su entero juicio, decidieron al fin ir a visitarlo y comprobar su mejoría.
Pero antes acordaron no tocarle en ningún punto de la andante caballería, para
no descoser la herida, que tan tierna estaba.
El cura y el barbero encontraron a don
Quijote sentado en la cama, vestido con una almilla de bayeta verde y un bonete
colorado, y tan seco y amojamado, como carne de momia. Él los recibió muy bien,
y cuando le preguntaron por su salud, respondió con mucho juicio y con muy
elegantes palabras. Luego los tres conversaron sobre los modos de gobierno, y
don Quijote habló con tanta discreción que los dos examinadores creyeron sin
ninguna duda que estaba en su entero juicio. Se hallaban presentes durante esta
plática la sobrina y el ama, que no se hartaban de dar gracias a Dios de ver a
su señor con tan buen entendimiento. Pero para comprobar si la sanidad de don
Quijote era verdadera o falsa, el cura contó que el Turco se había hecho a la
mar con una poderosa armada y se dirigía a no se sabía dónde, y que toda la
cristiandad estaba con gran temor. (Es decir, los barcos de guerra del
imperio turco estaban recorriendo el Mediterráneo.)
—. ¡Que Su Majestad siga mi consejo y mande juntarse en la corte a todos los caballeros andantes que
vagan por España! _dijo entonces don Quijote_. Aunque media docena bastaría
para destruir el poderío del Turco. ¡Si Amadís de Gaula viviera…! Pero hay otro
caballero que no le es inferior en ánimo: Dios sabe a quién me refiero, y no
digo más.
—¡Ay! —dijo la
sobrina—. ¡Que me maten si no quiere mi señor volver a ser caballero andante! A
lo cual replicó don Quijote: —Caballero andante he de morir. Y lo repito: Dios
me entiende. Y, en la larga plática que siguió, nuestro hidalgo elogió aquellas
edades de oro en que los caballeros andantes campeaban por el mundo, batallando
por la defensa de los reinos y el amparo de las doncellas. —Pero ahora triunfan
la pereza, la ociosidad y el vicio —añadió—. En esta depravada edad nuestra ya
no hay caballeros de intrépido corazón. ¿Dónde están Amadís, Tirante el Blanco
o el bravo Rodamante? Caballeros como ellos hacen falta para parar al Turco, y
no seré yo quien se quede en casa.
En esto se oyeron grandes
voces en el patio. Eran del ama y de la sobrina, que impedían a Sancho Panza la
entrada en la casa. —¿Qué buscas aquí, perdido? Vete a tu casa, que tú eres el
que desquicia a mi señor y lo lleva por esos andurriales. —Ama de Satanás
—respondió Sancho—, fue tu amo el que me llevó por el mundo con la promesa de
darme una ínsula. —Malas ínsulas te ahoguen, Sancho maldito —dijo la sobrina—.
¿Y qué son ínsulas? ¿Alguna cosa de comer, golosazo, que eres un comilón? —No
es de comer —replicó Sancho—, sino de gobernar. —Es igual —dijo el ama—, porque
aquí no entras, saco de maldades.
El cura y el
barbero oyeron divertidos el coloquio de los tres hasta que don Quijote mandó
que dejasen entrar a su escudero. Entró Sancho, y entonces el cura y el barbero
se despidieron de don Quijote, desalentados después de comprobar con cuánta
facilidad daba en desvaríos. Don Quijote se encerró con Sancho en su aposento y
le dijo: —Mucho me pesa, Sancho, que hayas dicho que fui yo el que te saqué de
tus casillas, porque juntos salimos de casa y juntos peregrinamos; la fortuna
ha sido la misma para los dos, solo que, si a ti te mantearon una vez, a mí me
han molido ciento. —Eso era justo —respondió Sancho—, porque las desgracias son
más propias de los caballeros andantes que de los escuderos. —Te engañas,
Sancho, porque todo el mal que a ti te hacen me duele a mí en el cuerpo. —Pues
cuando a mí me manteaban
se estaba mi señor detrás de la tapia, mirándome volar
por los aires, sin sentir dolor alguno… —¿Acaso crees que no me dolió cuando te
manteaban? Ni lo digas ni lo pienses, porque más dolor sentía yo entonces en mi
espíritu que tú en tu cuerpo. Pero dejemos esto y dime, Sancho amigo, ¿qué
dice la gente de mi valentía y de mis hazañas? Habla libremente y sin rodeo.
—Pues la gente tiene a vuestra merced por grandísimo loco, y a mí por
mentecato. —Siempre se ha calumniado a los buenos… ¿Hay algo más? —Aún falta lo
peor. Anoche llegó de Salamanca hecho bachiller Sansón Carrasco y me dijo que
la historia de vuestra merced andaba ya en libros con el título de El ingenioso
hidalgo don Quijote de la Mancha; y que me mencionan por mi nombre, y a la
señora Dulcinea del Toboso, y otras cosas que pasamos los dos a solas. Me hago
cruces cómo las llegó a saber el historiador que las escribió. —Debe de ser
algún sabio encantador. —Según dice el bachiller Sansón Carrasco, el autor de
la historia se llama Cide Hamete Berenjena.
—Ese nombre es de
moro —respondió don Quijote—. “Cide”, en arábigo, quiere decir ‘señor’. —Así
será —respondió Sancho—, porque he oído decir que los moros son amigos de
berenjenas. Si quiere, iré en volandas a buscar al bachiller para que le
informe de todo. —Será un placer recibirle, amigo Sancho.
Muy pensativo quedó
don Quijote mientras esperaba la llegada del bachiller Carrasco, porque no podía entender que ya
anduvieran impresas sus altas caballerías cuando aún no estaba seca en la
cuchilla de su espada la sangre de los enemigos que había muerto. Le desconsoló
pensar que el autor era moro, porque de los moros no se podía esperar verdad
alguna, pues todos son mentirosos e inventores de falsedades, y temía que
hubiese tratado sus amores con alguna indecencia que perjudicase la honestidad
de su señora Dulcinea del Toboso.
Y así, dándole
vueltas a estas y otras imaginaciones, lo hallaron Sancho y Carrasco, a quien
don Quijote recibió con mucha cortesía. Aunque se llamaba Sansón, el bachiller
no era muy grande de cuerpo; tendría unos veinticuatro años, y era de color
macilento, carirredondo, de nariz chata y de boca grande, señales todas de ser
malicioso y amigo de burlas, como lo demostró poniéndose de rodillas ante don
Quijote. —¡Señor don Quijote de la Mancha, vuestra merced es uno de los más
famosos caballeros andantes que ha habido en toda la redondez de la tierra! Le
hizo levantar don Quijote y dijo: —¿Es verdad que hay una historia mía escrita
por un sabio moro? —Es tan verdad, señor —respondió Sansón—, que están impresos
más de doce mil libros en Portugal, Barcelona, Valencia y Amberes. Y creo que
no habrá nación ni lengua donde no se traduzca.
—Dígame, señor
bachiller —dijo a esta sazón Sancho—, ¿está en el libro la aventura de los
yangüeses? —No olvidó nada el sabio autor —respondió Sansón—. Todo lo dice,
hasta las cabriolas que el buen Sancho hizo en la manta. —Las cabriolas no las
hice en la manta, sino en el aire. —Con todo —añadió el bachiller—, dicen
algunos que el autor debía haber ocultado los infinitos palos que recibió el
señor don Quijote. —Así es —dijo don Quijote—. Podían haberlos callado, porque
no se debe escribir las acciones que no alteran la verdad de una historia.
—Pero una cosa es escribir como poeta —replicó Sansón—, y otra como
historiador. El historiador ha de escribir las cosas como fueron, sin añadir ni
quitar nada a la verdad. —Pues entonces —dijo Sancho—, el moro habrá metido
entre los palos de mi señor los que yo recibí, que aún los siento en las
costillas. —Callad —dijo don Quijote—, y no interrumpáis al señor bachiller.—El
caso es que la historia de don Quijote —continuó Sansón— es sabida por todo
género de gentes, que los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la
entienden y los viejos la celebran. Claro que algunos han acusado al autor de
olvidar ciertos sucesos, pues no cuenta qué hizo Sancho con los cien escudos
que halló en Sierra Morena dentro de la maleta. —Yo me voy, señor Sansón, que
necesito dos tragos de vino añejo porque tengo el estómago desfallecido.
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